Jugando con fuego: primeras páginas




MADRID, 2009

Claudia caminaba con cuidado para no resbalar con las placas de hielo. A causa del temporal de nieve, casi no había camiones descargando en el muelle y el mercado estaba sumido en un silencio impropio de aquellas horas de la madrugada en las que solía palpitar con más fuerza que nunca. Cualquier otro día se habría sentido desanimada al pensar en lo larga que se haría la noche sin apenas trabajo, pero agradeció tener un poco de tranquilidad para poner en orden sus pensamientos.
Desde que recibió el e-mail de David, hacía tan sólo unas horas, se sentía aturdida, atrapada por recuerdos que creía olvidados después de casi tres años sin tener noticias de él. Pensó, con tristeza, que nunca habían estado tanto tiempo sin hablarse.
Subió por la rampa y entró en el puesto como una exhalación. Los dos mozos se encontraban dentro de la cámara frigorífica y su jefe aún no había llegado, así que se dirigió a las escaleras que subían hacia la oficina, dando gracias por disponer de unos minutos para responder a David. Abrió el correo y volvió a leer su mensaje:

Cuánto tiempo. ¿Qué tal te va todo? Tengo muchas ganas de hablar contigo.”

Le costaba asimilar que aquel escueto mensaje hubiese logrado desestabilizarla por completo, llenándola de aquella extraña sensación de plenitud -ya olvidada- que había resultado tan inesperada
como incontrolable. Dudó unos instantes y finalmente escribió:

Yo también tengo ganas de hablar contigo. Besos”

Al enviar aquella simple frase tuvo la sensación de haber dado un giro a su vida, permitiendo nuevamente la entrada de David en ella.



MÁLAGA, 2009

Se despertó intranquilo, abandonando un sueño confuso que no le había permitido descansar. Aquella noche trabajaba, pero no le importaba demasiado; tanto si lo hacía como si no, los días se sucedían monótonos y carentes de cualquier tipo de estímulo que lograse sacarle de aquel incómodo pero a la vez seguro letargo.
A diferencia de años atrás, ya no caminaba con la necesidad de vigilar permanentemente su espalda, pendiente de que nadie pudiese seguirle o de encontrar algún indicio sospechoso que le hiciese reaccionar, pero tampoco era ya aquel chaval orgulloso y seguro de sí mismo que se creía con derecho a todo.
El día que descubrió que no era de conseguir cualquier cosa que desease, un jarro de humildad helada se había derramado sobre él, dejando un rastro de incredulidad y decepción que, lamentablemente, aún conservaba. Se puso su uniforme de seguridad con desgana y contempló
su imagen reflejada en el espejo.
-Todo cambiará de nuevo -se dijo, tratando de dar una convicción
a sus palabras que en el fondo no sentía-.

Antes de salir de la habitación cogió su teléfono móvil y lo guardó en su chaqueta. Pensó que al día siguiente le enviaría un nuevo e-mail a Claudia con el número. Sabía que le llamaría. Tenía que hacerlo. Puede que al principio se mostrase distante, pero volvería a llegar a su corazón, sólo era cuestión de tiempo. La vida le había enseñado a dudar de muchas cosas, pero no de ella. Salió de casa y el viento gélido le desconcertó. No recordaba un invierno tan frío como aquel, ni siquiera cuando vivía en Madrid.
- Pero entonces todo era muy diferente -pensó mientras recorría la calle prácticamente desierta-; yo era tan distinto... -se dijo, mientras comenzaba a caminar a gran velocidad tratando, en vano, de dejar los recuerdos tras de sí-.


MADRID, 1990

Una masa gris y plomiza amenazaba lluvia desde primera hora de la mañana. El cielo de Madrid cubría la ciudad, sumiéndola en una oscuridad tenue y caprichosa que no terminaba de convertirse en noche y que llenaba de incertidumbre el ambiente, desgarrando los escasos rayos de luz que se filtraban a través de la ventana.
Claudia permanecía sentada sobre la alfombra azul marino, esperando escuchar las gotas golpeando la ventana de un momento a otro. Aún llevaba puesto el uniforme del colegio, pero estaba descalza, como era habitual en ella. Metió una cinta en el radio casete que tenía a su lado y la rebobinó unos segundos. Acababa de grabar una canción de la radio y quería escucharla de nuevo. Cuando la música empezó a sonar se levantó y comenzó a bailar. Moviéndose frente al espejo se percató
de lo pálida que estaba. Quizás podría decir que estaba enferma y quedarse en casa al día siguiente. Sus padres trabajaban y volverían tarde; la perspectiva de poder pasar el día entero sola la atraía enormemente. Podía leer, dibujar y escuchar música a todo volumen mientras se probaba, por enésima vez, el vestido de novia que su madre guardaba en el altillo del pasillo. Casi nunca le dejaban bajarlo de allí y a ella le fascinaba hacerlo. Era muy sencillo, de tirantes anchos, sin encajes ni pedrería, pero se ajustaba a su cuerpo haciéndole una cintura extremadamente pequeña, acentuada aún más por el vuelo de la parte inferior. Además tenía una gran cola y a Claudia le encantaba la sensación de pasear por su casa arrastrándola tras de sí, como una princesa.
La desmoralizaba un poco el hueco que quedaba a la altura de los pechos, pero lo solucionaba rellenando el vacío con calcetines. Entonces se sentía tan bonita...
Pero ahora no lo llevaba puesto, sólo aquel estúpido uniforme azul marino que no la favorecía en absoluto. Volvió a mirarse al espejo, tratando de decidir si su aspecto era lo suficientemente demacrado como para convencer a su madre. Su pelo negro y rizado acentuaba aún más la blancura de su piel, pero le pareció que no era suficiente. Desesperanzada, miró la torre de libros que había sobre la mesa, apilados en el orden en el que quería comenzar a leerlos, y deseó empezar en
aquel mismo momento pero supo que no iba a poder hacerlo. Tenía trabajo acumulado de matemáticas, inglés y varias asignaturas más. Estaba convencida de que al día siguiente terminaría su buena suerte, algún profesor la sacaría a la pizarra y ella ni siquiera sabría en qué tema estaban.
Nunca escuchaba en las clases. Se pasaba las horas dibujando en su cuaderno o escribiendo historias que iba acumulando desorganizadamente en la mochila. Le parecía tedioso y aburrido, además de una pérdida de tiempo, hacer cada día los ejercicios. Hasta el momento no había tenido ningún problema en aprobar pidiendo los apuntes al final del curso, pocos días antes del examen, y tenía intención de continuar así todo el tiempo que le fuese posible.
Rebobinó de nuevo el casete y comenzó a ponerse el pijama a ritmo de la música.
-¡Claudia! -La voz de su madre llamándola le sobresaltó-. ¿Vas a cenar o qué?
Tenía hambre. Abrió la puerta y olisqueó el olor a comida que provenía de la cocina.
-No, mamá, no me encuentro bien -gritó desde el umbral de su cuarto mientras escuchaba cómo sus tripas gruñían en señal de protesta. Después se metió apresuradamente en la cama. Su madre apareció a los pocos segundos-.
-¿Qué te pasa? -Preguntó mientras entraba en la habitación y se agachaba para recoger el casete del suelo-.
-Me siento mal -respondió observando con cautela los movimientos de su madre-.
Parecía cansada aunque, a pesar de eso, estaba muy guapa. Se había puesto una bata roja pero aún no se había desmaquillado y Claudia pensó que parecía una de esas actrices que en las películas
se levantan por las mañanas con un aspecto impecable. Se inclinó sobre ella y tocó su frente.
-No tienes fiebre -afirmó acariciando su mejilla-. ¿Tienes algún examen o trabajo que presentar mañana?
Claudia sintió que enrojecía. ¿Cómo podía sospechar que estaba fingiendo?
-Sólo he dicho que me encuentro mal, no que no quiera ir a clase mañana -se quejó haciéndose la ofendida, con tanta convicción como le fue posible-.
Vio la duda en la mirada de su madre y acentuó aún más la cara de malestar. Sabía que la estaba convenciendo.
-Bueno, duérmete y ya veremos cómo te levantas mañana. Te traeré un vaso de leche caliente -murmuró mientras besaba su frente-.
Claudia aspiró su aroma y pensó que nadie en el mundo olía como su madre ni tenía una calidez igual. Le pasó los brazos por el cuello y la atrajo hacia sí, devolviéndole el beso y manteniéndola
junto a ella unos segundos.
-Apágame la luz, mami -murmuró cuando se separó de ella, acurrucándose bajo las mantas-.
Cerró los ojos y escuchó, al fin, las gotas de lluvia golpeando con fuerza contra su ventana. No tenía sueño, así que comenzó a pensar en su cumpleaños. Sólo faltaban diez días y había organizado una gran fiesta. Había convencido a sus padres para que le dejasen la casa para ella y sus amigos. Al principio se habían mostrado reacios, pero les imploró argumentando que sólo los niños celebran el cumpleaños con sus padres en casa, y ella ya cumplía quince. Sus amigos se habrían burlado si hubiesen estado allí controlándoles.
De pronto le entraron ganas de levantarse y pensar qué se pondría ese día, pero desistió rápidamente. Podía ver aún encendida la luz del salón, y si su madre la pillaba probándose ropa la
mandaría derecha al colegio al día siguiente. Se abrazó resignada a su almohada y, escuchando el monótono murmullo de la lluvia, logró quedarse dormida.


***


David caminaba despacio hacia su casa, meditando la excusa que iba a darles a sus padres. Aquella zorra estúpida que tenía por jefa de estudios había hablado con ellos por la mañana para decirles que en el último trimestre apenas había aparecido por clase. Al principio se había molestado en falsificar justificantes para llevarlos al instituto, imitando a la perfección la firma de su padre, pero luego se había descuidado. Se vio reflejado en el cristal de un escaparate y se detuvo unos instantes para analizar su imagen. Aún le faltaban unos meses para cumplir los dieciocho, pero aparentaba más edad. Superaba bastante el metro ochenta y su cuerpo era atlético y musculoso, asombrosamente bien formado en comparación con la mayoría de sus amigos que parecían desgarbados o rechonchos a su lado. Pero lo que más le gustaba de sí mismo eran sus ojos almendrados, de un verde tan claro que en días nublados, como aquel, cambiaban de tonalidad pareciendo incluso azules, contrastando aún más con el tono canela de su piel, que procuraba
mantener todo el año tomando el sol en el Retiro cuando tenía oportunidad. Era atractivo y lo sabía. Hasta el momento, no había encontrado una chica que no hubiese podido conseguir con relativa
facilidad. Estos pensamientos le imprimieron confianza. Sabía cómo ganarse a la gente y también podría solucionar el problema con sus padres. Siempre lo hacía.
Entró en casa cabizbajo, con una fingida expresión de angustia en su rostro.
-Papá, tengo que hablar contigo -musitó sentándose frente a él. Recorrió su rostro con detenimiento y pensó que parecía un anciano con aquellas profundas arrugas surcando el arco que rodeaba sus ojos de un verde apagado, que nada tenía que ver ya con el suyo-. He faltado bastante al instituto y me siento fatal por habértelo ocultado, así que he decidido contártelo.
-David, hoy ha llamado tu tutora y... -empezó su padre con gesto grave, pero fue rápidamente interrumpido por su hijo-.
-¿En serio? ¿Ha llamado? -Preguntó simulando sorpresa-. No lo sabía. De todos modos no importa porque llevo varios días dándole vueltas, pensando cómo decírtelo y si hoy no hubiese encontrado el valor para hablar contigo habría tenido que hacerlo de todos modos...
-¿Qué es lo que ocurre? ¿Por qué has faltado tanto, hijo? -
Su padre parecía sinceramente preocupado. Eso era bueno. Por experiencia sabía que la preocupación siempre era inversamente proporcional al enfado-.
-No lo sé; últimamente no me concentro... -musitó analizando la reacción de su progenitor con detalle-. Lo que más me duele es haberte fallado -le miró fijamente a los ojos. Sabía que la gente que miente desviaba la vista hacia otro lado, pero él no. Había aprendido a sostener la mirada mientras decía cualquier cosa, con una expresión franca y sincera, sabiendo que era imposible que nadie dudase de sus palabras-. No te preocupes porque no voy a repetir curso. En realidad llevo una semana yendo a la biblioteca todos los días, tratando de recuperar el tiempo perdido -aquella última frase le sonó excesivamente falsa y casi le entraron ganas de echarse a reír. Lo que realmente llevaba haciendo esos últimos meses nada tenía que ver con perder el tiempo delante de un libro y resultaba bastante más lucrativo-. Lo que quiero decirte, papá, es que en clase estaba desconectado y no me enteraba de nada, así que decidí estudiar por mi cuenta hasta que alcanzase a mis compañeros.
Su madre irrumpió de pronto en el salón.
-No te estarás creyendo todo ese cuento -afirmó indignada-
David se volvió hacia ella deseando abofetearla.
-Es la verdad, mamá -se quejó tratando de rescatar toda la inocencia en su voz de la que era capaz, a pesar de la furia que sentía en aquellos momentos hacia ella-.
-Sé perfectamente cuándo miente mi hijo, Marisa, y ahora no lo está haciendo -sentenció su padre, levantándose del sofá-.
David respiró triunfal. Su madre continuaba desafiante en el umbral de la puerta, mirando con desaprobación a ambos.
-No sería la primera vez que nos engaña -dijo al fin-.
Pero la mirada de su marido congeló el resto de sus palabras y supo que había llegado el momento de abandonar. No iba a discutir y enzarzarse en una pelea que sabía que tenía perdida de antemano. David se levantó y se acercó a ella.
-Dame un voto de confianza, mami -musitó besando su mejilla. Aquel gesto de cariño, tan poco frecuente hacia ella, la desarmó-. Te lo demostraré con las notas, confía en mí...
David salió de la habitación temiendo que no pudiese permanecer allí más tiempo sin soltar una carcajada. Le sorprendía lo sencillo que había sido. Una vez más se había salido con la suya.